sábado, 21 de diciembre de 2013


Los espaguetis y las ostras

 El azar hizo que en poco tiempo viera tres películas muy distintas entre sí, pero curiosamente, siendo tan distintas, en las tres late una visión de las clases sociales según la cual los pobres son un poco brutos, quizá algo tontos, pero tienen un gran corazón, mientras que los ricos son sofisticados, cultos, pero irremediablemente hipócritas y mezquinos.

Las tres películas son de mejor a peor: La vida de Adèle,  de Kecchiche; Blue Jazmín, de Woody Allen; y De tal padre tal hijo de Kore- eda. También de mejor a peor cada director se maneja diferente (se pelea o se concilia) con esta visión congelada de las diferencias: desde una cierta rabia de clase en la Vida de Adèle, hasta la aceptación sin matices del tópico clasista, especialmente en Woody Allen, en el que crecientemente los espaguetis y las ostras se va convirtiendo en un oximorón salvaje, y los personajes se resienten mucho de ello (van perdiendo humanidad y verosimilitud).

La primera es una película fascinante gracias a Adèle (actriz y personaje): mientras la seguimos a ella, sus amigas, la desorientación sexual,  la incursión en el bar de lesbianas, y su naciente fascinación por Emma, la sofisticada pintora de pelo azul, la peli es extraordinaria. Pero… a medida que crece el contraste entre el mundo periférico de Adèle (cuyo padre hace unos espaguetis de chuparse los dedos) y el mundo snob de  Emma (cuyo padre prepara unas ostras que desvirgan gastronómicamente a Adèle), la película se va haciendo menos verdadera, más melodrama y menos sutileza: ahí queda la escena en que las amantes se pelean, Emma echa de casa a Adèle porque ha descubierto que tiene una aventura con un compañero de trabajo, cuando es evidente que ella está enrollada con otra pintora a punto de dar a luz. La hipócrita Emma nos parece injusta, cínica y sobreactuada. No queda otra que repudiar su esnob, sofisticado y parisino mundo.

La segunda película es la última de Allen, supuestamente una vuelta a sus mejores épocas. Acá, las diferencias entre los espaguetis y las ostras son a lo bestia, cero sutiles, aunque supuestamente más divertidas. Pero, la verdad, poca gracia tiene el contraste entre la hermana (que fue) rica, con ex marido banquero en la cárcel, adicta a las pastillas y la ropa de firma, y la hermana pobre, que trabaja en la sección de verduras del supermercado, quien para mayor castigo tiene un novio medio lumpen, un novio zafio que le cae fatal a la hermana rica, un novio que cuando se enfada le arranca el teléfono de la pared a su novia,  pero hacia el final nos va a demostrar que a pesar de sus modales, tiene, en el fondo, muy buen corazón. Durante la película, vemos a  la hermana rica exhibir su neurosis, su estupidez y sus recuerdos neoyorquinos muy bien vestida, de Channel para arriba, sin entender la vida con hijos de la hermana pobre, que va vestida fatal, que chilla,  que es infiel al novio lumpen, con un señor más presentable, pero que está casado. Vemos el enfrentamiento entre ellas y, a pesar del conflicto, la película es bastante tonta, insulsa, sin sombra alguna de otras películas del autor, en el que las contradicciones de los personajes vibraban para hacerlos verdaderos, cercanos, mucho más sutiles que los personajes de esta versión sin gracia de la lucha de clases.

La tercera es De tal padre, tal hijo, del director (parece increíble) de Still walking, y, otra vez, nos encontramos con la misma o parecida cosa: dos parejas de padres muy diferentes se enteran de que sus hijos en realidad no son sus hijos biológicos por culpa de una enfermera rencorosa que les cambió la cuna, como una versión japonesa de hijos de la medianoche. Pero no, también es un rencor de clase, ahora que lo pienso, porque en un momento la enfermera dirá que no soportaba ver lo bien que le iba a la pareja afortunada.  Las parejas se conocen y discuten qué hacer ¿intercambiamos los hijos o no? Teniendo en cuenta que los niños tienen cinco o seis años ya, todos los padres, sin excepción, son unos capullos y se tienen unas conversaciones patéticas sobre el poder de la sangre.  Pero, sin duda, el más capullo de todos es el padre triunfador, un joven arquitecto que vive con su familia en un apartamento céntrico, con bonitas vistas de la ciudad; el otro padre es más viejo, más pobre, dueño de un pequeño comercio de bombillas, cables y otros trastos, en un barrio deprimido de la ciudad (creo que Tokio). El primero, el rico, es un padre ausente,  soberbio, egoísta, que por querer, quiere quedarse con los dos niños; el segundo, en cambio, y siguiendo la lógica de los espaguetis versus las ostras, es un poco bruto, feo, cada dos por tres le está echando culpas a su mujer por llegar tarde a todos los sitios,  pero, sin embargo, como el bruto de Allen, es un bruto de buen corazón, es un padre que juega con sus hijos, les lleva de pesca y a volar cometas (las madres, por cierto, se acoplan a lo deciden los hombres: parece que la discriminación de género traspasa hasta las barreras sociales en las familias japonesas).

Por lo demás, es verdad que las tres películas son películas muy placenteras de ver, la francesa transcurre diáfana, y la tristeza y el rostro de Adèle se nos queda pegada un largo tiempo; la de Allen fluye también, entre la sofisticada  Nueva York de los ricos y la bulliciosa y muy fotogénica San Fransisco de los menos ricos; y la japonesa a pesar del fondo melodramático del tema, mantiene la calma,  no carga demasiado las tintas, y los niños demuestran que lo de la clase social no va con ellos.


Tengo que terminar el post agradeciendo a Jonás Trueba que me regaló (creo) el título. 

viernes, 7 de junio de 2013

Los ilusos y las ilusiones: extraños síndromes del tiempo

"Los ilusos" la película de Jonás Trueba son de esas películas que dan ganas de escribir, quizá porque a medida que sus personajes deambulan (en hermoso celuloide blanco y negro) uno va recordando algunos libros, algunos autores. Yo me acordé de César Aira y el comienzo de Una novela china que dice algo así como que las historias se olvidan pero no la vida que ha sido rozada por ellas. También me acordé de Roberto Bolaño y los poetas sin obra que pululan por sus libros, unos irredentos ilusos latinoamericanos que encajan perfectamente en ese entretiempo (a ratos sonámbulo, a ratos voluptuoso) que imagina Jonás para los personajes de su película y también para los personajes de su libro Las ilusiones. Escribe Jonás: "Perdidos en la noche, los ilusos hablan de cualquier cosa que les haya sucedido, pero saben que van a la deriva y no les importa, empiezan a asumirlo (...)". En esa deriva, me parece que tanto en la película como en la novela, los ilusos oscilan entre la perseverancia y el vagabundeo, la obstinación y la ligereza, lo apasionado y la indolencia. Y esa oscilación termina por destilar un poderoso, pero nada enfático aroma: el aroma del romanticismo. (Un poco como pasaba también en su primera película: Todas las canciones hablan de mí).

Creo que en el cine de Jonás late una especie de pasión mitóloga: las películas que ama, las imágenes que ha visto, lo que le ha apasionado o conmovido, no se acaban nunca, siguen sucediendo, siguen contándose, una y otra vez, como se cuentan las leyendas del mito. En cierta forma es como el Madrid que aparece en Los ilusos: nocturno, noctámbulo, subterráneo, en blanco y negro, con pasadizos secretos, salas de cines en peligro de extinción, comida china en los bajos de la Plaza de España, bares y borracheras, actrices extranjeras en paro, directores en fuga. También tejados y plazas panorámicas, por donde vemos cruzar a  los ilusos: los vemos de lejos, desde arriba, puntitos a lo lejos, bichos raros  debajo de un microscopio. Es decir, el Madrid de Los ilusos es un Madrid legendario. Un Madrid que también, para mí, es una memoria personal, aunque desconfío del fetichismo de lo cercano, prefiero referir la emoción de Los ilusos a la memoria de la propia película, al deambular entre amigos que juegan, escuchan canciones melancólicas, a sus citas literarias y cinéfilas: la nouvelle vague, claro, pero también el cine coreano de Hong Sangsoo y sus personajes alcohólicos, sin ancla y a la deriva, o el diario filmado de su tocayo extranjero y mucho más viejo Jonás Meka.

Cuando se presentó el libro Las ilusiones, su editor de Periférica dijo algo así como que era una novela por derecho propio, autónoma de la película. Es verdad. Pero, leer Las ilusiones con las imágenes de Los ilusos en la recámara, no empobrece la novela, más bien, al revés, creo que la enriquece y mucho. Los dos, película y libro, nos inoculan su particular veneno, nos convertimos al verla y al leerlo, en ilusos, nos dejamos contagiar alegremente, y cultivamos, cada uno como puede, la propia ilusión.


viernes, 13 de julio de 2012


Llamar al portón del tiempo perdido…Adiós a la casa de Cuesta Blanca


Un amigo me decía hace años que la vida es una especie de azar conjurado. El mismo día que encontré las fotos de la despedida familiar de la casa de Cuesta Blanca (Córdoba, Argentina), leí, más tarde, un artículo de mi escritor favorito http://www.blogenriquevilamatas.com/por-el-dolor-de-llamar/ sobre el dolor de llamar al portón del tiempo perdido y ver que  nadie responde, cuando se pone a recordar a un amigo escritor que ya no está.

La casa de Cuesta Blanca se me ha convertido de pronto en ese amigo muerto, en esas palabras que llegan con retraso, en ese dolor de llamar y no ser escuchado.
Veo las fotos de esa tarde que parece fría pero clara, como si el aire y la luz acompañaran, benevolentes, el adiós a la casa de mi madre.
Quizá, como dice Vila-Matas, el tiempo perdido no existe y la casa que lo habita aún queda en pie, en algún lugar del tiempo, aunque ya sea otra casa y otro tiempo,  y los recuerdos que la habitan nos sean cada vez más remotos.

Por la noche, el azar siguió conjurando y leyendo (la literatura, por suerte, nos pone a salvo de lo peor de la nostalgia) distraídamente el periódico, me encontré con la frase de otro inmenso escritor: “Ayer no terminará sino mañana y mañana comenzó hace diez mil años” (Faulkner), o sea, somos el resultado de miles de generaciones, las cosas que nos pasan, las alegrías y las tristezas, todo viene de hace tanto tiempo, somos el azar y la determinación de una urdimbre muy antigua. Me gusta pensar que la despedida de la casa de mi madre quedará así prendida en el tiempo, formando parte de ese tiempo antiguo que nos forma y nos da carácter,  y también el temperamento, los sueños, las frustraciones, y el dolor de las despedidas.



jueves, 26 de abril de 2012


Sobre "Los visitantes" o la invisibilidad de las raíces

Llegó a mis manos, directo de Córdoba, Argentina, el libro de relatos de viaje Los visitantes, publicado por Caballo Negro, editora. El libro se devora y se lee con la misma expectativa y quizá el mismo entusiasmo con que sus autores viajeros lo escribieron. Hay viajes (relatos) físicos, mentales, viajes como ofrenda de gratitud, viajes sentimentales, viajes frustrados, dolidos, arrepentidos…y viajes muy divertidos, desopilantes, como Mi amor nazi de Cucurto, quizá la crónica menos viajera de todo el libro, aunque suceda en Berlín.
 De todos los relatos, hay dos que me gustaron especialmente, que reflejan, además del movimiento físico del viaje, un vagabundeo del pensamiento o de la mente. Creo que en ambos late un misterio, una especie de idea inadvertida, algo que podríamos definir como la invisibilidad de las raíces, o la invisibilidad del origen, una doble invisibilidad, por decirlo así: la de la voz narradora y la del lugar que es el destino del viaje. En estos dos relatos los viajes me han parecido, sobretodo, o especialmente, viajes mentales, aunque los protagonistas deambulen por la playa, por hoteles, ríos o autobuses. Son las crónicas de Alejandra Baldovín y Damián Ríos: un viaje a Brasil, cuya protagonista se desplaza velozmente con la mente mientras pasea inadvertidamente por un pueblo pesquero, y un encuentro familiar en el mar uruguayo, un conmovedor regalo al padre que vive en Entre Ríos, y hace muchos años que vio por única vez el mar. Siendo relatos muy diferentes, los dos comparten ese núcleo, esa intimidad que late y crece en los desplazamientos simultáneos del cuerpo y de la mente, donde el viajero llega sin aludir explícitamente a un origen: geográfico, social, cultural, o de cualquier otra clase.
 Casi diría (aunque ya se que es un poco abusivo) que el resto de las crónicas, sí tienen, de forma más o menos explícita, esta alusión a los orígenes como los puntos de partida del viajero, como fondo general del relato contra el que deben recortarse, como supuesto contrapunto, las singularidades (comidas, cadencia del habla, pobreza, desolación del paisaje, soledades impuestas) del lugar de llegada.   En algunos casos, cuando el relato hace muy evidente ese contraste o contrapunto o extrañamiento,  me parece que surge la amenaza del estereotipo, del tópico o lugar común: el viaje como imposible cura y el viaje como pura nostalgia: me pasa un poco con los relatos de Sonia Budassi y Sol Pereyra.
 Sin embargo, en este juego de los contrastes o contrapuntos, me gusta mucho la leve chanza del relato de Gandolfo y sus cafés cortados o lágrimas y la ironía dolorosa de Hebe Uhart y sus vendedores de collares en Cartagena de primera y segunda categoría.
 Luego están los viajes emprendidos con el corazón pero que no resultan reparadores- así me parecieron los relatos de Tejerina y Candelaria Jaimez, y los viajes frustrados (y un poco frustrantes para el lector) de Cuqui y Olagaray, y el viaje eufórico pero demasiado breve de Lemebel. Me gustan las voces que sale a buscar Leticia El Halli Obeid en el mundo del doblaje de los actores mexicanos, pero me quedo un poco fuera del espejismo de arte y vanidades que busca Marcos López en la bienal de Venecia, tan saturada siempre de símbolos, farsantes y turistas.
Todo esto, claro está, es muy subjetivo, como en todas las lecturas, y en cualquier caso me gustó mucho la idea del libro, la idea del viaje y su crónica, la escritura como un viaje aún no hollado que se realiza con el corazón, la cabeza y las tripas. 

lunes, 2 de abril de 2012

El síndrome Winslet

Cuando se vuelve de un viaje, te puede brotar el síndrome Kate Winslet en Revolucionary Road, la película de Sam Mendes.Es decir, la fantasía del cambio: otro país, otra lengua... Volví de Sicilia hace diez días, Sicilia es una extraña y perfecta mezcla:  barroco a lo bestia y una naturaleza no demasiado domesticada (¡y también buena comida!). Podría haber sido un buen destino para el personaje de Winslet, en vez del glamuroso París. Ella quiere cruzar el Altántico, escapar del sueño americano que la ha enclaustrado en un bonito barrio de las afueras, con un marido y dos niñas (¿o era solamente una?). Los que han visto la peli y también leído el libro, dicen que el enfoque sobre la protagonista es radicalmente diferente. Parece ser que el imaginario romántico de la película (cambiar de vida, volver a los lugares donde fuimos felices) no se aviene para nada con el espíritu crítico de la novela, en la que ella, no sólo no es una heroína contra las convenciones burguesas, sino que está directamente desequilibrada. Hace poco leí en el último libro de Elvira Lindo muy señalada esta diferencia de enfoque, y en cierta forma la autora termina culpando a la película de haber inoculado como un virus y vanamente, la ilusión de cambiar de país (y de vida) a un montón de gente ingenua y desinformada. La escritora cuenta de un lector español que le indaga sobre las posibilidades de vivir en New York, porque en su tierra (Andalucía) se estrechan las oportunidades para salir adelante. Lindo le hace desistir de su viaje, con argumentos ciertamente realistas (desastrosa escuela pública, precios de los alquileres, etc.) pero hay algo demasiado severo en la respuesta de la escritora a este lector: los pragmáticos argumentos de Lindo hacen pensar que debemos liquidar esos impulsos inmaduros, alimentados por los imaginarios románticos y desproporcionados de las películas americanas. Y yo pienso que es verdad que el cine lo embellece todo, pero nos permite, al mismo tiempo, dar alas a esos impulsos, como un aliento abstracto, leve, no necesariamente dañino. Me acuerdo ahora de otra película, más antigua, Viaja a Italia (en español se tradujo Te querré siempre, no se si en Argentina se tradujo igual ya que ambos países compiten por las traducciones más cursis de los títulos de películas), en la que un matrimonio a punto de desmoronarse, terminan recuperándose el uno al otro, justo en el último plano, estancados por culpa del caótico tráfico napolitano.
Sí, los viajes tienen algo catártico, no hay duda, aún cuando no lleguen a los extremos del síndrome Winslet, y el cine da, y seguirá dando, miles de imágenes, terribles, bellas, reparadoras, para justificar esa catarsis del viaje.

lunes, 12 de marzo de 2012

Escrito a vuelapluma: los ritos son más importante de lo que parecen y, por eso, cuando se cumplen, se notan  las ausencias. Hoy me casé en Madrid, rodeada de amigos y una parte de la familia, pero faltaba otra parte. El día amaneció soleado, casi primaveral. Estábamos contentos y comimos mucho, como siempre en las bodas. Los fumadores salíamos a fumar, con la vista del cielo de Madrid, justamente famoso por su azul. "Azul velazqueano" dicen los entendidos. Los ritos también son extraños: en las celebraciones, como la de hoy, uno echa de menos a los que están lejos; en los duelos, como la muerte de los padres, es uno el que está radicalmente ausente, si está irreparablemente lejos. En cierta forma, no haber estado en esas despedidas, vuelve la muerte de los seres queridos un asunto más abstracto. Pero no quería hablar de la muerte. Hoy ha sido un día de celebración. Y quería compartirlo en este breve espacio.

jueves, 16 de febrero de 2012

Almendra y las Malvinas

La muchacha ojos de papel, pequeños pies, fue la banda sonora de mi adolescencia. Resulta raro que esa melodía melancólica encajara con los primeros y turbulentos años setenta. De hecho, fue cruzada o copada por otras canciones y la banda sonora ya fue otra: los Quilapayún, Mercedes Sola, los Olimareños, y Daniel Viglietti que nos animaba a desalambrar, que la tierra es nuestra, es tuya y de aquél. ¿Hubo quizá algo incompatible entre el espíritu libre, eléctrico y rocanrolero de Spinetta y el espíritu sectario y dogmático de la militancia extra juvenil de aquellos años? Más de una década después llegaría Charlie y sus dinosaurios y los muchachos del barrio que pueden desaparecer. Pero eso ya es otra historia.
 Con la muerte de Spinetta leo en muchos blogs recuerdos personales de los años setenta, ochenta y noventa, y resulta evidente que fue la banda sonora de épocas muy diferentes y de más de una generación. En mi memoria personal (subjetiva como todas las memorias personales) era una especie de recuerdo silenciado. Y en la memoria colectiva que brota en muchos artículos que leo estos días, Spinetta era o es un recuerdo encendido, vivo, compartido.
Justamente, el tema de la memoria colectiva está hoy muy traído y llevado a propósito de otro tema: la disputa por las Malvinas. Primeras planas de los periódicos y un insólito consenso. Parece que el patrioterismo no tiene fronteras K o anti K y todos esperan réditos de agitar esa bandera fraudulenta. Como sino hubiese sido suficiente con una estúpida guerra, parece que ahora todos quieren montar otra.
Si con la muerte de Spinetta brota una memoria lúcida, con el retorno del fantasma de las Malvinas vuelve una memoria ominosa: ¿vamos a retroceder al delirio sanguinario del 82? En estos tiempos de crisis del euro, me imagino a Cristina y a Cameron en el último G20, poniéndose de acuerdo para soltar el toro de la patria y aliviar presión frente al tándem diabólico USA/ Euro...esperemos que la cosa no pase de la pura fantochada.